Tal día como hoy, un viernes 10 de agosto de 1923, fallecía el pintor impresionista Joaquín Sorolla Bastida a los 60 años de edad en su casa de Cercedilla (Madrid) como consecuencia del accidente cerebrovascular que sufrió pintando en el jardín de su casa de Madrid, actual Museo Sorolla, el 17 de junio de 1920.
El genio valenciano, que trató como nadie la percepción de la luz, pasó sus últimos días en «Villa Sorolla» o «Casa Coliti», el hotelito dónde veraneaba junto a su familia, situado en la que hoy es la calle Pintor Sorolla de Cercedilla.
Fue un pintor prolífico que, contemplado desde una perspectiva actual, parece que era más admirado por el pueblo que por los intelectuales del momento.
Supo encender la luz en una época de claroscuros, calculó con inteligencia cómo sobrevivir (e incluso hacerse rico) pintando su santa voluntad, amaba el mar y los jardines, pero, sobre todo, amaba a su mujer, Clotilde. Le veneraban sus amigos, le criticaban los intelectuales, al pueblo no le importaba aguardar horas de cola para contemplar su obra y artistas de la época tan taciturnos como Degas se rindieron ante sus lienzos.
Pero, ante todo, Joaquín Sorolla era pintor. Lo supo desde pequeño, cuando aterrizó el primer lápiz entre sus dedos, y lo ejerció hasta tres años antes de su muerte (10 de agosto de 1923), cuando le sobrevino un derrame cerebral. Su retina, de una memoria feroz, se nutría de luces, sombras, colores, aire… condensados en un instante que necesitaba atrapar.
Una frase de Vicente Blasco Ibáñez, escritor e inquebrantable amigo del pintor, retrata con excelencia a Sorolla: «Aquello no es pintar, es robar a la naturaleza la luz y los colores».
Gran parte del legado del artista se puede ver actualmente en el Museo Sorolla en el P.º del Gral. Martínez Campos, 37 de Madrid.